El tratamiento ruso
El tratamiento búlgaro
Hace nueve años, a propósito de la muerte de Sebastián Arcos, Carlos Alberto Montaner publicó un artículo titulado El tratamiento búlgaro, sobre la posible utilización de isótopos radioactivos para asesinar a disidentes cubanos. No era una especulación infundada: tiempo atrás, el autor había conocido en Madrid a un desertor de los servicios cubanos de inteligencia que había recibido en Bulgaria un adiestramiento especial para utilizar ese método de asesinato. La muerte en Londres de Alexander Litvinenko, víctima, precisamente, de isótopos radioactivos (Polonio 210) presuntamente inoculados por el espionaje ruso, vuelve a poner sobre el tapete la hipótesis planteada en aquella columna que ahora se reproduce.
Carlos Alberto Montaner
28 de diciembre de 1997 en El Nuevo Herald y otros diarios.
Madrid—Sólo lo ilusionaba el parto de la nuera. Al fin y al cabo, era el primer nieto y no quería morirse sin verle la carita. No pudo ser. El destino es casi siempre cicatero. A los 65, le faltaron unas pocas semanas de vida. Tras una larguísima agonía—tres años de sufrimientos indecibles--, Sebastián Arcos, uno de los héroes de la resistencia cubana durante la tiranía, ex luchador contra Batista y contra Castro, ex preso político, ex catedrático de la Universidad, fundador junto a su hermano Gustavo y Ricardo Bofill del Comité pro Derechos Humanos, murió rodeado de sus hijos, de su mujer de siempre, la entrañable María Juana, de unos cuantos amigos forjados en los calabozos y en el infortunio. Fue un tipo bueno y duro, recto, de ésos que no conocen la deslealtad ni la mentira.
Pero no voy a hacer el panegírico de mi amigo Sebastián, cuya muerte siento como un latigazo, sino a aventurar una hipótesis terrible: es muy probable que a Sebastián Arcos le hayan inducido el cáncer en la prisión cubana en la que cumplía condena por su rebeldía política. A sus carceleros les gustaba presumir de ello. A Leonel Morejón Almagro se lo advirtieron: "Te vamos a meter en la celda que ocupaba Sebastián, para que te enfermes de cáncer como él''. Y lo cierto es que cuando Sebastián se quejaba de dolor de espalda y lo llevaban al médico de la prisión, el diagnóstico solía ser cínicamente benigno: "No es nada; sólo las vértebras fatigadas, o los músculos''. Al fin, cuando lo dejaron marchar al exilio, la metástasis era implacable y el gobierno ya lo sabía. Por eso autorizaron su expatriación. No querían otro "mártir'' en las cárceles cubanas, y menos de esa dimensión internacional. Cuando llegó a Miami, apenas media hora les tomó a los médicos establecer el diagnóstico correcto. Ya no había posibilidades de curarlo. Cuando más, sólo se podía alargar su vida y reducir el dolor con una piadosa combinación de morfina y nervios cercenados. ¿Exagero? ¿Es este artículo un síntoma más del exilium tremens? Lea lo que sigue con extremo cuidado: hace 19 años un joven biólogo cubano --llamémosle David-- "desertó'' en el aeropuerto de Barajas. Viajaba de Bulgaria a Cuba con escala en Madrid. Fue tan hábil, que no sólo se les escapó a los guardias de la Seguridad cubana que lo acompañaban en el avión, sino que hasta escapó del aeropuerto sin ser detectado por las autoridades españolas. Al día siguiente se presentó a la policía y contó su historia. Esa misma tarde me la repitió con espeluznantes datos y señales: venía de Sofía, en donde la siniestra policía política de Zhikov le había dado un adiestramiento especial para inducir cáncer en adversarios a los que se había decidido eliminar por procedimientos no sospechosos. Le llamaba el tratamiento búlgaro. "Lo más sencillo''—me dijo-- "es colocar un isótopo radiactivo en la silla habitual del objetivo''—ya hablaba la jerga de los Servicios--, "o en una chaqueta que utilice frecuentemente, o en el colchón, o en el asiento del coche; al cabo de pocos meses hay una gran posibilidad de que se inicie un proceso canceroso en el mediastino''.
Un "isótopo radiactivo'' no es un elemento extraño. Casi todos los grandes hospitales los utilizan, paradójicamente, para combatir ciertas formas de cáncer, y son unos pequeños filamentos metálicos fácilmente escondibles. "Lo ideal es colocarlo y luego retirarlo a los seis meses para que nunca queden señales del crimen''. "¿Ya lo has puesto en práctica''?, recuerdo que le pregunté bastante alarmado. "No, pero pensaba hacerlo tan pronto llegara a Cuba, si no conseguía desertar''. "¿Algún disidente?'', indagué nervioso.
"No—me dijo con una seriedad absolutamente convincente--, pensaba probar con mi suegra, una odiosa hispanosoviética que hizo trizas mi matrimonio''. Afortunadamente, David conoció a una espléndida muchacha española, se casó con ella y hoy vive en Estados Unidos totalmente alejado de la innoble "profesión'' aprendida de los búlgaros.
Más datos: en Cuba hay dos supersecretos laboratorios de alta seguridad en el reparto Siboney, ambos con cámaras de descontaminación, situados en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, en los que se produce aflotoxina—otra sustancia fuertemente cancerígena que afecta los pulmones--, así como una variedad de armas tóxicas y químicas semejantes a las que aparentemente esconde en sus palacios el señor Saddam Hussein, buen amigo de Castro y con quien comparte el odio a los gringos y el médico de cabecera, un eminente ortopeda, el doctor Alvarez Cambra.
¿Para qué esas armas? Para enfrentarse al "imperialismo yanqui'' en caso de un conflicto militar. Esas, las químicas, las biológicas, como se ha dicho, son las bombas atómicas de los pobres. Incluso, hay algunas plagas que ya han sido ensayadas de la manera menos riesgosa: utilizando como modo de trasmisión las aves migratorias que vuelan entre Cuba y la Florida en determinados periodos del año. Los experimentos—en los que participara un ornitólogo cubano especialista en aves rapaces hoy radicado en el exilio—se hicieron con ácaros poco dañinos, pero lo que se buscaba era saber la efectividad del medio de transporte. Si era eficaz, en su momento los patos podían transportar virus y bacterias mucho más letales.
Castro es un enemigo peligroso que sólo se guía por su instinto de supervivencia, y no vacila en ordenar el asesinato de un adversario si cree que éste presenta un riesgo potencial contra la estabilidad de su régimen. Lo hizo, a tiros, con el comandante Aldo Vera, su ex compañero de lucha, en las calles de Puerto Rico, o con José Elíás de la Torriente en Miami. Es probable que lo haya hecho, de manera más sutil, mediante la inducción de cáncer, contra Manuel Artime Buesa, su archienemigo de los sesenta, muerto a los 38 años con los pulmones inexplicablemente destrozados; contra Rafael García Navarro, anticastrista activo, económicamente poderoso, socio y amigo de Rafael Díaz Balart, ex cuñado de Castro y la persona viva que más odia el dictador cubano, desaparecido de igual manera a los 41 años; o, incluso, contra Jorge Mas Canosa, quien a los 53 años, y tras una vida saludable en la que no conoció el cigarrillo, descubre que sólo le quedaban cinco años de vida puntillosamente exactos.
Tal vez algún día encajen todas las piezas del rompecabezas. O tal vez todo quede como un rumor que el tiempo irá borrando. Lamentablemente, los crímenes de Estado suelen ser "perfectos''. A mí me hubiera gustado escribir una sentida nota necrológica sobre Sebastián, pero sé que el mejor homenaje que se le puede hacer es contar lo que sabemos y lo que intuimos. Sebastián era un hombre bueno, recto y duro. Así vivió. Así supo morir.
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